Y a su vez un maullido chicloso le afinaba el oído y casi
desesperado tornó en redondas sus pasos, como si quisiera ser más bien el
hombre de ese gato enardecido; rabioso mantuvo el interés tras la sombra que ya
conocía, era la cola rosada que aquella bola de algodón había dejado en algunos
cielos. Casi podía uno sentir ternura de verle garrapatear las calles como
un perro, loco de olores que hormigueaban su nariz quejosa de bestias.
Suspiraba desmedido como si se tratase más bien de una mujer peluda, de manos
alargadas que inefablemente pudo atar él mismo sin malgastar palabra
alguna. Uno y otra sorprendidos del fastidio, que a veces les dejaba resolver
hacer cesar la huida de una y del otro, quizá por puro cariño o tal vez por
aquel desgano de caracteres que se consentían mutuamente. Algunas veces, ella,
que a fuerza de carantoñas conseguía soltar maullidos de ira, se acurrucaba en
un recuerdo que solapaba su muy acachorrado pelaje. Y quejosa de sí, ocultaba
sus pequeñas patas en la tarea de
acongojarse levemente, mas aún su legua en continua danza buscaba disipar la
triza de algo. Como los movimientos de pequeño afán, que son comunes en muchos
animales de aspecto esponjoso. Tal vez por eso ella, que entretenida en hacer
cambiar el color de sus ojos de rubio en negro y de negro en rubio, hacía las
veces de criatura perversa, redonda y estrecha de eñes por pura venganza. Él,
cada vez con pasos más elásticos, queriendo atajar un brazo que la sombra de su
criatura le había dejado definir suavemente, podía adivinarse recién mandado al
diablo por un chillido difícil de contentar; y así una vez más dobló en peso su
fuerza eternizando por siempre su inquilina soledad. Sus partidas no le
causaron otro efecto que el de hacerle lloriquear una vez cada tanto, quizá por
esas naderías que lograba extrañar de su muy diabólico animal y que muy tonto
hacían prisioneros a sus ojos de paloma.
11.9.12
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