11.9.12

Comojos de paloma.


     Y a su vez un maullido chicloso le afinaba el oído y casi desesperado tornó en redondas sus pasos, como si quisiera ser más bien el hombre de ese gato enardecido; rabioso mantuvo el interés tras la sombra que ya conocía, era la cola rosada que aquella bola de algodón había dejado en algunos cielos. Casi podía uno sentir ternura de verle garrapatear las calles como un perro, loco de olores que hormigueaban su nariz quejosa de bestias. Suspiraba desmedido como si se tratase más bien de una mujer peluda, de manos alargadas que inefablemente pudo atar él mismo sin malgastar palabra alguna. Uno y otra sorprendidos del fastidio, que a veces les dejaba resolver hacer cesar la huida de una y del otro, quizá por puro cariño o tal vez por aquel desgano de caracteres que se consentían mutuamente. Algunas veces, ella, que a fuerza de carantoñas conseguía soltar maullidos de ira, se acurrucaba en un recuerdo que solapaba su muy acachorrado pelaje. Y quejosa de sí, ocultaba sus pequeñas  patas en la tarea de acongojarse levemente, mas aún su legua en continua danza buscaba disipar la triza de algo. Como los movimientos de pequeño afán, que son comunes en muchos animales de aspecto esponjoso. Tal vez por eso ella, que entretenida en hacer cambiar el color de sus ojos de rubio en negro y de negro en rubio, hacía las veces de criatura perversa, redonda y estrecha de eñes por pura venganza. Él, cada vez con pasos más elásticos, queriendo atajar un brazo que la sombra de su criatura le había dejado definir suavemente, podía adivinarse recién mandado al diablo por un chillido difícil de contentar; y así una vez más dobló en peso su fuerza eternizando por siempre su inquilina soledad. Sus partidas  no le causaron otro efecto que el de hacerle lloriquear una vez cada tanto, quizá por esas naderías que lograba extrañar de su muy diabólico animal y que muy tonto hacían prisioneros a sus ojos de paloma.