8.10.11

En víspera a mis dieciocho penas.

En el patio de aquel alquiler se dejó plantada mi altura. Rejas negras de esquina a esquina y un duplo de escalones puntiagudos para entrar al interior de la casa. Un caminito inclinado que se adornaba con la vejez de los hongos verdes que parecían gramilla y no se dejaban pisar por el pie u otro. Había un vasto oficio para las palmas en verano,que  se bañaban del matiz del sol tiritante, y las rayuelas a tiza de bajo perfil; algunas ya extintas por la tenacidad del agua que se venía después del girar del sol. Nos acongojaba en ese ventanal negro, pecho de paloma ya acuoso y enrojecido por el vaivén del portal de anaqueles viejos. Los descuidos se filtraban por el tamiz del inmenso porrón blanco, donde asentaban unas llaves de repuesto por si a la vida se le pasaba en alto un detalle y todo aquel que sucumbiera a él, pudiese volver sigiloso como un ladrón. Y comiera frente al ceibo de la sala.


Así mi fobia a las hormigas amarillas y a los bachacos que a la luz parecían violetas. Las tardes se me pasaban con esa prima que se mecía en mi corta lengua, y aderezaba mi memoria con el olor de su saliva ácida en mi tez morena. Era tres años mayor que yo; supongo que tres años más inquieta que yo.


Los días me llevaron a tornarme redonda y a parecer muy fresca en las rejas maltrechas de la casa de mi abuela. Años después, me tomó un sábado entero saber que tocarse demasiado el cabello era signo de una mujer atenuada furtivamente. Te digo que a mi edad quería ser muy rubia, con las facciones de la niña que me besaba de lengua tres veces más inquieta que yo. Se me hacía injusto saludarlo de beso cuando ella se pavoneaba por la acera, casi haciéndome saber que la inquietud de algunos años, hacía sonrojar con menos discreción al pobre. Una tarde decidimos mentirle con la frialdad de alguien que, tres veces más viva que yo, podía defecar en el patio, bajo el pecho de paloma fruncido, donde retozaban aquellas hormigas teñidas de miel. Deletreé pudor dos veces y pude congregarme sobre el cubil de las mocas muertas.

 Acordamos que para su estadía en España, yo había estado junto a ella cuando nos topamos con La Cibeles y decidimos beber como dos gatas. Mentira. Eso le dije a Dargüin cuando pasó frente a la reja y saludó. Relajé los labios para mentir confiada, sin saber que tiempo después sería inútil apear de tal manera. Ella intercedía entre mi coartada y mi languidez al reparar una y otra vez en lo acordado, y lograba sonreír con astucia. Me goteaban las palmas y salivaba como un perro ansioso sin saber qué hacer o más qué decir; ojalá y hubiese reducido las pausas. Luego pude olfatear por el espacio de las rejas su altivez por querer huir. Siguiendo el borde interno de las rejas, se me antojó irresistible comunicarle mi gran hallazgo y sin más le grité: - ¡Dargüin, ¿sabías que ayer cumplí nueve? -babosa le dije- Ya casi te alcanzo -repliqué-. Doblando la esquina dijo: - Yo ya tengo diez, despeinada. Con las manos muy escurridas en los barrotes oxidados, me aparté la maraña de la cara y maldije por primera vez como un cascabel blindado.