30.5.13

     Adueñarse de un recuerdo es como adueñarse del presente. Adueñarse de un recuerdo debe ser un acto de supervivencia, una habilidad divina. Es poder fabricar con la punta de la lengua aquel momento en que nace un Dios y se concibe a una hembra. Es poder observar cómo se contagia de piel humana todo el futuro. Es querer eternizar el buqué de un vino chileno y aguantarse las ganas de llorar en el olvido. Es lograrlo. Adueñarse del sentido del olfato, codificar un nuevo ruido. Volverse el himno de un gemido, honrar el jadeo. Colorear la plaza que pertenece a tres o a cuatro mendigos. Pedir permiso. Es acariciarse el centro uno mismo, morderse con los ojos el ombligo y renacer en un viso, en una fuga de gas o en un río. Desdibujarse en un vidrio empañado y confundir el aliento con el espesor de una sombra nueva, renacer en otra sombra. Ser la bola del espejo, ser la bola del espejo, ser la bola en el espejo: el hueco azul. Morder el punto y la coma, comerse la coma, desayunarse el punto un domingo en la cama, porque mi pijama es eterno. Y no acentuar nada, fingir que ya no importa el tamaño de la boca, que uno no se duerme pensando en Freud, ni en nadie. Que uno sueña con el piano una sola vez y lo agradece. Que la sangría no solamente se adueña del texto, sino que tiene la intención de recordar que los recuerdos son comestibles.  

1 comentarios:

Rois dijo...

hermoso nena, totalmente cierto.