31.5.13

Buen viaje.

    Estoy al otro lado del cielo queriendo mirar con mis dos heridas, queriendo morder ese pulmón que acuna mi cuerpo y me anuncia que estoy dormida. Una mano viaja cerca de mi ombligo y se diluye en una curva indolora. Antes de partir le muestro el camino hasta mi origen. Seguido, bendigo el anular y lo guío hasta mi glotis porque yace ciego. El índice recorre una línea delgada que me divide en pliegues de dos en dos; tiene el espíritu del niño que reconoce una baranda con su dedo preferido y luego lo introduce en su boca. Así es como se va coagulando un gemido tras otro sin poder advertirle a un niño la tendencia a ser mujer. El gordo no sabe guiar porque sólo aprendió a cerrar el puño de los cobardes y me estorba. Y me parece que le estorba a alguien más. Me habitúo al posa bocas, al posa barbas, a la delicia del posa sexo. El posa pipa (que no es posa pipe) es mi favorito. Ahora, mi preocupación más grande son ese par de vuela cienes, que me adivinan expulsando nubes y me dan la vuelta entera avistando un suicidio. Los dedos van a paso corto y en lo que se refiere al dedo medio: va erguido, erecto como un Dios. Es el único políglota en tomar las decisiones de mi cuerpo, porque define mis rasgos como el disimulo de un trazo indígena y no me compara con ningún oriente. Es el único que habla, que me guarda para el resto del día. En cambio, el meñique de un pianista es el más difícil de educar. No es el dedo número cinco, porque deben entender que el meñique es sólo una extensión del dedo cuatro. El meñique enamora porque mata y ya saben cómo.


       

30.5.13

     Adueñarse de un recuerdo es como adueñarse del presente. Adueñarse de un recuerdo debe ser un acto de supervivencia, una habilidad divina. Es poder fabricar con la punta de la lengua aquel momento en que nace un Dios y se concibe a una hembra. Es poder observar cómo se contagia de piel humana todo el futuro. Es querer eternizar el buqué de un vino chileno y aguantarse las ganas de llorar en el olvido. Es lograrlo. Adueñarse del sentido del olfato, codificar un nuevo ruido. Volverse el himno de un gemido, honrar el jadeo. Colorear la plaza que pertenece a tres o a cuatro mendigos. Pedir permiso. Es acariciarse el centro uno mismo, morderse con los ojos el ombligo y renacer en un viso, en una fuga de gas o en un río. Desdibujarse en un vidrio empañado y confundir el aliento con el espesor de una sombra nueva, renacer en otra sombra. Ser la bola del espejo, ser la bola del espejo, ser la bola en el espejo: el hueco azul. Morder el punto y la coma, comerse la coma, desayunarse el punto un domingo en la cama, porque mi pijama es eterno. Y no acentuar nada, fingir que ya no importa el tamaño de la boca, que uno no se duerme pensando en Freud, ni en nadie. Que uno sueña con el piano una sola vez y lo agradece. Que la sangría no solamente se adueña del texto, sino que tiene la intención de recordar que los recuerdos son comestibles.