1.3.12

Jaula.

Me aprendí tu número porque siempre me acuerdo de los golpes sonoros. De los compases y del ritmo. El ritmo que con protagonismo me arranca las horas y me guía a dar por sentado toda la insistencia que invertí en tu cadáver. Pero la frialdad y el jugo delicioso de tu ceso me han dejado huellas blancas en los contornos de una pleura y te me has derramado. Acostumbrarse es como tener un perro guía de por vida, sin darle de comer, sin darle juego. Tenerlo arrodillado en cada paso, dejarlo arrastrar por su propio peso que aumenta acorde a los años. Lástima que en esta carta te es imposible censurarme, pues he dejado al perro amarrado a la pata de tu cama a ver si juega contigo, a ver si se te vuelve útil un día o dos.

Suavecito me escurro por los vellos de tu pecho, porque me he ceñido a tu figura arrogante y no me gusta, pero esos son los efectos secundarios que traen consigo los perros guías. Por mucho tiempo me mantuve quieta y pasiva al régimen de arañazos que me apretaban desde dentro de la pleura y me resisto a tener esta lluvia sentada sobre las piernas porque no puedo con su peso. Porque en algún momento me voy a atragantar y voy a escupirte los hijos que me has negado. Supe por la manera de andar, que te gusta chasquear la lengua como golpecitos de molares de leche cayéndose de mis bolsillos. Por otro lado, extraño esa gimnasia sonsa que solías practicar antes de untarme tus dedos en el centro de mi cuerpo y que yo, coreográficamente pude llegar a aprender. Porque con el tiempo uno se decanta en el otro y cree con cierto recelo que las mañas son un mito. Y luego las mañas se van evocando nuevamente al pasar cada minuto bailable. Para ti, ya no tengo cosas indecibles; todo lo que me hace falta se lo debo a la manada de perros guías que adoptamos una noche. Ahora me hacen falta junto contigo y tu camita pequeña. Porque la costumbre me enseñó muy tarde, que uno es educado para amamantar a vertebrados de sensatez sonora. Nada de verticalidades. 

Ahora me pasa que bajo por la esquina de esa panadería y huyo a mi trabajo por la acera de la biblioteca donde niña me colocaste un nombre y me guío ondulando los semáforos de tronco a tronco y ladeando los pómulos contengo unas lágrimas y tu barba de horas se asoma por la avenida y no volteo porque hay tres de ti a mi espalda y sé que si volteo en cualquier momento voy a volver y si vuelvo no me perdonan nuestros hijos y si te escucho cinco minutos antes de entrar me rasgo las pieles que me abrigan de ti y si las puertas se menguan y ladran más que otros animales te prometo me muero y si comienza a manotearme la lluvia en los pezones y pierdo todo lo que gané por mortal y si descabezo un despecho en el laboratorio de rutina y la radio se enciende para ubicarte y es tu voz cantándome lo de siempre porque a él lo oimos muchas veces y sin saberte ya me esperabas en la esquina de tu casa y me querías para siempre y me cogías las muñecas para que no te dejara y no te dejaba porque no quería y me arrullaste de una vez el sexo y me colocaste otro nombre en el acto y me negaste los niños de siempre y me besaste como en el banco de la primera vez y de tu manera de andar ya sabía que no ibas a amarme y contigua a la risa de tu padre mi bolsa que tiernamente arrullaba tus dulces se hacía de a puños un cubo y yo ligera me hacía cariños en la cara o donde me llegaran las manos para no tener un Dios mío arrodillado en el pecho y en mis viajes conmigo la vida y comienzo a no quererte poco a poco y me agrisan tus chistes de roce y te sorteo un par de vez y me sales una o dos y en el resto casi te dejo y la mesura me explica que la paciencia es como un pez sin pupilas y que se vuelve impredecible cuando recoges un tacón de pandora y te acuso una y mil veces y te dejo adioses en el piso al borde de la ciudad te dejo y no te escucho ni a ti ni a los perros que aprendieron a hablar de los dos y me voy y me lanzo a todos los ríos viscosos.

Nunca he sido buena para escribir posdatas sin embargo necesito a mis perros de vuelta.